Ante todo un experimento
Entre los artistas cubanos invitados a la próxima Duodécima Bienal de La Habana, Rafael Villares (La Habana, 1989) se repite como uno de los nombres más prometedores. Con una línea de trabajo que ha sabido evolucionar incasable dentro de márgenes ideo-estéticos bien delimitados, el proyecto Tempestad cromática, de la serie Estructuras sensibles, ubicado en el núcleo de Casablanca, será su propuesta para el evento.
Para entender los inicios –tanto temáticos como estéticos– de esta obra, creo que deberíamos comenzar por desplegar un poco la peculiar forma en que tu arte vincula estados de ánimo y determinados ambientes.
Todo empezó con la fotografía, en el 2005, mientras me preparaba para realizar la acción de pintar puertas en el aire durante una mañana por todo el Malecón Habanero[1]. En aquel momento, aunque la obra nacía como serie fotográfica, la idea de que podría ser también un registro de mi intervención en el espacio de la ciudad me resultaba muy interesante. Las consecuencias de aquella acción, la relación de los factores dentro del “paisaje sobre el que yo estaba pintando puertas” culminaron en una rica experiencia sensorial y formal, que para mí significó haber creado una segunda obra a raíz de Finisterre.
De estas circunstancias, y del posterior hábito de hacer “caminatas fotográficas” que resultaban esclarecedoras y ricas en hallazgos sugerentes, surgió la primera idea de las obras instalativas. Con Aliento, quise reproducir el paisaje de un bosque de cañas bravas dentro de una galería, con su sonido y olor peculiar. A diferencia de la realidad, el bosque estaba conformado con cañas que habían sido cortadas por otros y que adaptamos para que entraran a presión entre el piso y el techo de la galería. Éstas habían perdido su función y estaban siendo desapercibidas hasta el momento en que las encontramos. El sonido se colocó en el centro del cúmulo de cañas y hacia el interior de ellas, de forma que emanara de las ramificaciones. El olor era intenso pero plácido y todo el espacio estaba cubierto por las hojas secas que iban desprendiendo las ramas. Así se conformó un ambiente, una atmósfera que invitaba al espectador a interactuar, sentir y pensar.
Para mí, lo medular en esta pieza, que se ha repetido en otras posteriores, es la posibilidad de extrapolar a la realidad la representación bidimensional de un paisaje como una experiencia sensorial magnificada y completa. Me parecía importante la relación que se establecía entre las condicionantes sensibles del espectador al consumir la obra, y aquellas físicas provocadas por la obra como espacio. En aquel momento lo veía incluso como un coqueteo con la historia de la representación del término “paisaje” y su uso en las culturas de Oriente y Occidente a través de las cañas o bambúes; un elemento presente en ambas con usos similares, aunque conceptualmente distintos. De igual forma Aliento fue un tributo a la contemplación, o más bien un convite a una contemplación más activa, consciente y sensible del entorno.
¿Qué rol le concedes al espacio con relación al espectador en tus propuestas?
La relación entre el espacio y quien lo habita la pienso configurada por el límite entre lo virtual y lo real. Lo que me interesa es cómo definimos la realidad y cómo los mecanismos que utilizamos para conceptualizarla construyen nuestros arquetipos una y otra vez; precisamente porque la percepción sensorial es un acto no sólo físico, sino también cultural. La vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato no son sólo medios para captar los fenómenos, sino además vías de transmisión de valores culturales. Lo que pasa es que a su vez la percepción está condicionada por la cultura, y aquí vuelve otra vez el fantasma de los límites… A lo que me refiero es que uno no sabe realmente, al modificar un espacio, cuánto estamos siendo modificados nosotros mismos.
Por eso me interesa tanto el papel del espectador. Su función como observador participante del espacio que habita me lleva a construir obras que sean a su vez “habitables”. De esta forma propicio una suerte de toma y daca con las obras, en la que el que habita sólo puede hacerlo porque es asimismo habitado por ese espacio, ese lugar, ese momento. Y en esta relación dialéctica, en la que lo vivencial tiene un componente medular, se erigen la mayoría de las piezas. Sin las capacidades cognitivas, intelectivas y perceptivas de la mente, estas obras serían otra cosa.
La serie Estructuras Sensibles pone de manifiesto, además, un grupo de ensayos y formulaciones que me hago en primera instancia como espectador, y luego las devuelvo como una trasformación a ese espacio que habito y que a su vez se completará múltiples veces, en la medida en que los espectadores interactúen, lo sientan y le den otros sentidos. A fin de cuentas, como dices, la modificación del espacio es solo el medio para generar un nuevo lugar de observación sobre nosotros mismos.
Finalmente, ¿Por qué “Tempestad cromática”, cuál es su historia y vínculo con el concepto de esta Bienal?
Tempestad cromática es ante todo un experimento. No sólo por su corte de laboratorio, de ensayo, sino por la impronta de incidir y activar sentidos y lecturas sensibles en los espectadores. Experimentar en y con algo tiene al mismo tiempo ese carácter de inmediatez, de vivencia, del aquí y el ahora.
Las obras que ubico en la serie Estructuras Sensibles tienen ese signo de ensayo. Me interesa que funcionen como medidores del comportamiento del espectador. Pretendo reproducir el efecto de la lluvia, un fenómeno que estamos acostumbrados a percibir de determinada forma, esta vez contenido dentro de un cubo de aproximadamente 20 metros cuadrados en la base y muros de 3 metros de altura. El cubo se conforma por paredes de agua de alrededor de 80 cm y en el interior un espacio de calma en el que se escucharán determinados sonidos. Por espacios de tiempo similares en un mismo día, el agua será en ocasiones roja, amarilla, azul o verde. El espectador tendrá que elegir tanto si desea interactuar con la obra y pasar por las paredes de agua, como en cuál color sumergirse y observar desde el interior de la tormenta, o simplemente percibir la tormenta desde afuera. Para mí es fundamental ofrecer varias opciones, incluso aquellas que no haya previsto, y que el espectador asuma una determinada conducta frente a la obra.
Me interesa mucho la relación entre el lugar de emplazamiento con el espacio interior de la obra, y la forma en que la percepción del primero puede variar estando en el otro. En función de cómo decidas verlo y en dónde te encuentres, defines su realidad. Además pretendo que sea una obra que fluya, que se integre al espacio público donde sté emplazada. Desde ahora estoy entusiasmado con la idea de cómo se verá la pieza cuando en mayo caiga uno de esos aguaceros a los que estamos acostumbrados. Creo que en ese momento, a pesar del contraste entre la lluvia real y la de la pieza, la obra va a empezar a convivir con el espacio como un solo organismo.
Mi propuesta potencia lo vivencial en la experiencia: asumir una conducta, tomar partido, arriesgarse frente a un gesto artístico que detona varios resortes de sentidos, tal vez por ahí vaya la relación con el eje temático de la Bienal. Dibujar el paisaje de una tormenta contenida, y reformular su percepción y vivencia a través de la instalación, es una manera de tantear entre las ideas de definición y representación del propio paisaje. El principio de interacción es asimismo inherente a mi propuesta, en la que intento mutar la observación y el descanso en actitud, conducta y experiencia.
[1] Finisterre fue una secuencia de 11 fotos donde Villares se documentaba haciendo el gesto de pintar puertas en el aire con las manos sobre el muro del Malecón. Luego “pintaba” las puertas, digitalmente, en la imagen.
Imágenes: cortesía del artista