Partituras videoanimadas de Garaicoa en el Museo Nacional

/ 12 julio, 2019

Con un juego de palabras que empieza por ser lezamiano y termina a lo Martínez Heredia, La posibilidad infinita: pensar la nación, es el título general que propone el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba (MNBA) para el conjunto de exposiciones que presentó en la pasada edición de la Bienal de La Habana, y que abarcó la mayor parte de los espacios del edificio ubicado en Trocadero y Zulueta.

Todo el que haya visitado el MNBA sabe de la cartesiana (en el sentido que ilustra el diccionario: “es tan cartesiano este artículo, que resulta muy pesado de leer”) disposición de sus salas; a tal extremo que solo quien sea capaz de soñar y resolver de un plumazo complejísimas ecuaciones algebraicas, o capaz de medirse en un match de tú a tú con Magnus Carlsen, podrá aventurarse a recorrer todos los pabellones sin desorientarse en el intento. No sé si deba mencionarlo aquí, pero me consta que quienes deben entregar al visitante el mapa o plegable orientador, ponen muy poco interés en hacerlo; con lo cual no alivian los tropiezos de quienes han abonado la entrada, no para jugar al laberinto del minotauro sino para disfrutar de cada exposición, de acuerdo a la lógica dispuesta por el trabajo curatorial.

Por fortuna, la planta baja es probablemente la locación más diáfana de todo el museo. Allí se montó el proyecto titulado: Museos interiores, aunque también incluye una escultura de José Villa emplazada en la fachada principal. Al interior se han distribuido las exposiciones de otros creadores muy reconocidos como José Manuel Fors, René Francisco Rodríguez, Los Carpinteros, Kcho y Carlos Garaicoa.

A diferencia de otras ediciones de la Bienal en las que el videoarte y la videoinstalación habían tenido una fuerte presencia, esta vez se aprecia una participación más bien discreta de esta vertiente de las artes visuales. Hasta donde he podido ver, la obra que capitalizaría esta variante, donde lo instalativo, performático, videocreativo y documental se unen en feliz licencia es la propuesta de Carlos Garaicoa, nombrada Partitura (2017). Me dolería tener que describirla (y no lo haré), no por aquello de que las grandes obras de arte no necesitan comentario; tampoco por pensar que carezca de suficiente elocuencia para emular el gesto estético de Garaicoa, con una verborrea de soportable aliento descriptivo; sino porque sencillamente no quiero echarle a perder a nadie la aventura de una vivencia personal. Hay mucho spoiling en las trascripciones periodísticas de los eventos artísticos, que arruinan la sorpresa, o malogran la experiencia del público. Sobre todo, con esa mala costumbre de decir sin decir nada concreto del pintor, del artista plástico y su obra, que, a juzgar por los críticos y gacetilleros en este país, siempre está bien. Todo está sospechosamente bien en las artes plásticas cubanas.

Me limitaré a nombrar aquellos momentos que viví entre partituras durante la casi media hora que estuve disfrutando la sesión. Obviamente, se me escaparán expresiones que delatan mi connivencia con lo presentado por este artista. Mi premisa hoy frente al arte contemporáneo se base en una frase atribuida al escultor pop Claes Oldemburg: “Yo abogo por un arte sobre el que nos podamos sentar.”

Y me pude sentar. Después de una larga caminata y ejercicios de estrujamiento y supervivencia en un P 11, llegué al museo; de modo que agradecí poder sentarme y relajarme mientras escuchaba una agradable descarga musical. Al propio tiempo podía escoger (¡escoger!) entre mirar a la pantalla gigante, dividida en varias secciones donde se proponían formas visuales diversas de mirar y escuchar la música; o seleccionar un atril, un video, una partitura, una melodía, un ritmo, un intérprete.

Es muy propio del arte contemporáneo moverse en las antípodas. Bien se dedica el creador a elaborar una pieza que exige complicadísimos artilugios, materiales costosos, intrincadísimos procesos artesanales, semindustriales, químicos, habilidades de carpintero mayor, soluciones de la más fina ebanistería, soldaduras y metalurgia de oropel, etc., o bien se va por lo mínimo, a compilar tuercas, trapos, tierras, palos, hierros viejos, chatarra de chatarra, mocos, sangre, pelos, plumas…

Sin embargo, la obra de Garaicoa, sin dudas uno de los más grandes artistas plásticos de esta isla,tiene un aire prístino y refinado. Se apoya en lo tecnológico, y hace que su espectáculo parezca sencillo, transparente, elegante. Tal vez los signos gráficos estampados sobre el tradicional pentagrama, son un nuevo tipo de escritura musical; su video animación ¿es un videoclip?: Lo antropológico que se vislumbra en los músicos callejeros nos convoca más allá de un discurso de rescate étnico. En definitiva, bajo la original idea que se vive allí, no hay por qué obligarse a encontrar algo más que la complacencia sensorial.

No obstante, no sé por qué siento que le sobra drama y le falta humor. Tal vez porque todavía recuerdo con una especie de curiosidad petulante su instalación Las joyas de la corona (2009). Una recreación tan burlona como reflexiva de los conjuntos arquitectónicos de la contrainteligencia (o la inteligencia, da igual) que incluía El Pentágono, la KGB y Villa Marista. Allí ni sentarse, ni tocar. ¡A mí, que la plata me fascina! Aquellas diminutas cajitas argentadas desde entonces me espolean la imaginación, y me han parecido siempre un gesto entre cínico y rebelde: resulta un verdadero sarcasmo retórico unir plata, arquitectura y política, dando pie a muy curiosas asociaciones.

Ya se ha dicho que no hay ideas nuevas en el arte, que lo nuevo sería la forma de presentarlas. El reproductor de Windows Media Player despliega unos mandalas cinéticos, y unos juegos de líneas y formas que se extienden, disipan, contraen y mutan al compás del ritmo y la melodía, de la que se convierten en correlato visual. Al entregar sus diseños a la videoanimación, Garaicoa ha borrado la superchería cibernética, y ha puesto en su lugar un nuevo código donde el signo declara su huella humana. Cada partitura tiene un componente básico, digamos un signo básico diferente, como si hubiera una clave específica para cada ejecución musical; como si de la interpretación del artista plástico se desprendiera una forma física de entender, de escuchar y de observar la música. Esto también me gusta, aunque me parezca un poco frío y dramático, al menos en el contexto sacro del Museo Nacional.

Mi hija, que es músico, me dijo que se le aguaron los ojos escuchando al intérprete negro, que todo lo demás sobraba. Yo no lo vi, pero sí a los tres percusionistas, y repetí varias veces seleccionando el tablet y los audífonos que les correspondían. Mi hija no vio al trío. Otros habrán visto otras cosas.

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