En una escena conciliatoria del neo-thriller Pulp Fiction, Fabienne le pregunta a su amante: “¿De dónde sacaste esta motocicleta?”. A la que responde Butch Coolidge mientras dejan atrás el motel: “Es de Zed”. “¿Quién es Zed?” –insiste la chica. “Zed está muerto, cariño, Zed está muerto”. Ya el dueño del vehículo no contaba en ninguna próxima historia. Ya el artefacto rodante se estrellaría contra otros muros que ignoraría su malogrado propietario. La tragicómica solución de Quentin Tarantino parece repetirse en el mundo real con otra inquietud formulada por una sociedad crítica anónima y reacia a la cháchara teorizante: “¿La venta del Archivo Veigas supuso la clausura del Correo del Archivo?”.
El pasado año supimos, a través de sitios digitales denominados cubans matters, la venta del Archivo Veigas a la CIFO Foundation, consorcio sin fines de lucro fundada en 2002 por Ella Fontanals-Cisneros y su emporio familiar. Aunque se ocultó el monto de la nueva adquisición, nadie dudó acerca de que no había precio suficiente para equiparar el valor de la obra de toda una vida. Así, en el frío parpadeo de una transacción comercial, el investigador, editor y curador José Veigas Zamora (La Habana, 1944) canjeaba su tesoro bibliográfico por un puñado de dólares.
Regalar, alquilar o vender una cruzada individual por más de cuarenta años es un arma de doble filo. Cuando el romanticismo periférico sucumbe ante pragmáticas primermundistas, la espada del orgullo intelectual vuelve a enterrarse en la piedra de los orígenes. La guerra se potencia en la trinchera; nunca desde un observatorio remoto. ¿O será que el confort necesita reemplazar al espíritu en el ocaso de una carrera extenuante?
Vale recordar que la nota de prensa tampoco revelaba qué haría Ella Fontanals-Cisneros con un banco de datos tan impresionante. Acaparar el patrimonio artístico de un hombre y una Isla flotante traducía (simbólicamente) la sentencia de Andy Warhol: “Ser millonario es tener un espacio, un gran espacio vacío“. En este caso, el “espacio vacío“ resultaría directamente proporcional al volumen de “letra muerta“.
El Correo del Archivo (¿es?) una publicación digital ideada por Veigas y su equipo de colaboradores, esfuerzo nada similar al desplegado por la Fundación CIFO. Con una distribución electrónica y la intervención voluntaria de artistas, críticos y curadores, este devino una plataforma alternativa ante el monopolio “visiblemente único ̋ del sello editorial Artecubano. En su gestión promocional, crítica y documental, El Correo del Archivo disponía del caudal historiográfico que almacenaba celosamente Veigas Zamora.
Sin una mano dura editorial haciendo y deshaciendo en materia de inclusiones y exclusiones, idoneidad y anacronismos, esta opción disfrutaba los riesgos del libertinaje, el testimonio arqueológico y ese ademán anárquico como desahogo, tan irritante como reconfortante. Allí, entre sondeos y desvaríos, percibíamos esa mixtura estilística, temática y extraterritorial propia de las revistas concebidas sin garrotes hegemónicos.
¿Qué partido le sacaría un mecenas de olfato circunstancial a la memoria inconsolable del futuro como incertidumbre? ¿Cómo transcurrirán los insomnios de José Veigas sin degustar el fruto de su batalla contra la amnesia nuestra de cada día? ¿Ella Fontanals-Cisneros despejará la interrogante del parco y enmascarado Centro Poppolitics (echando de menos un dispositivo informativo) mediante un servicio de filantropía cultural, capaz de exterminar las secuelas del abandono? ¿Podría transformarse una maquinaria para ahogar las penas en aventura cognoscitiva “con todos y para el bien de todos“?