Notas dispersas en mi escritorio 

/ 15 junio, 2018

…la nueva generación de artistas cubanos, esa que emerge bajo otro espíritu, dentro de un sistema que coloca la venduta como punta de lanza.

Ciertamente, después de Kuba OK (1990) y el fenómeno Peter Ludwig, todo fue mucho más fácil. De súbito, producir arte en Cuba se volvió rentable. Al menos, ya se podía vivir de un oficio que, años atrás, solía entenderse de manera romántica, con cierta dosis de altruismo e ingenuidad. La generación de los 90, marcada por la carestía y un inusitado complejo de insularidad, hasta cierto punto se benefició de este nuevo giro, que convirtió a la isla en un tenderete de artesanos con algo de talento. Así, “La Generación Perdida” se travistió, muy rápidamente, en “Generación Jineta”, en palabras del crítico Osvaldo Sánchez.

Para la hornada que despega con el nuevo milenio, el ingreso monetario deviene una preocupación, una prioridad inaplazable. Esos chicos aprendieron muy rápidamente lo que había que saber para lograr un equilibrio entre éxito comercial y rigor discursivo. Cada uno emigró cuando pudo, o pactó -en el mejor de los casos- con alguna galería de mediano estándar, para darse a conocer más seriamente en el ruedo internacional. La verdad es que solo unos pocos se mantienen hasta hoy, al interior de esa burbuja.

Una inflación abusiva atraviesa nuestro contexto. Parece absurdo que un joven, recién graduado del ISA, en su primera muestra personal, intenté sublimar los precios de sus obras hasta una cantidad exorbitante. La tasación artística, algo que en nuestro espacio se ignora con una facilidad pasmosa, parte de hechos concretos, de precedentes sustentables: colecciones, subastas, pedigrí internacional… No podemos evadir esta realidad, mal que nos pese. No cabe duda que el arte cubano contemporáneo ha sobrevivido, durante todos estos años, de las prebendas que algunos coleccionistas y aficionados con capital, han decidido invertir en él.

Ser más conservador y menos arrojado en materia de ventas, podría garantizar a los jóvenes un mayor rigor creativo y, por consiguiente, una obra mucho más sólida. El mercado, tomado a la ligera, tan solo puede generar manierismo.

No se trata de vivir al margen, en una cueva produciendo artefactos imposibles de comercializar. Sino evitar vivir en candonga.

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Hay que pensarlo bien antes de partir. Pensar, sobre todo, los términos de la partida. (Para nosotros se hace difícil pensar cualquier cosa). Al vivir en una isla, la emigración no puede ser tomada a la ligera. Sobre todo, si el retorno no queda descartado.

Cierto es que no se puede mentir del lado de allá. Y no menos cierto es que por más que mintamos dentro, en la islita ignorante y desconectada, la mentira tiene patas bastante cortas.

Por ejemplo: Salir de aquí siendo apenas un artista en tímido ascenso, y fingir allá que eres miembro de una vanguardia improbable. O, de otra manera: Rodearte allá de un ambiente muy amateur, descartado por los grandes eventos y las galerías serias; venderte ridículamente por una página web de pésimo gusto, contrastante en sus ofertas, y regresar aquí disimulando el fracaso, hablando con eufemismos y ambigüedades.

Al que se fue siendo nada, difícilmente le fue bien. El rostro del fracaso se observa en aquellos que vienen a morir al punto de origen, teniendo tan solo un par de anécdotas más que cuando se fueron.

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Vivir de la pose es algo ya inherente al oficio. Es el way of life que te vende (o te impone) el gremio. O eres un conceptualista discreto, o un pintor light súper refinado, o un rebelde sin causa. No importa qué seas; el asunto es ser algo; acogerte a un perfil, a un estándar que te vuelve legible. Desde ahí se funda el complot. Desde cómo luces, hasta qué haces.

Pensemos, por un segundo, qué pasaría ante una quiebra de esos paradigmas. Si de pronto, aquel artista que teníamos por coherente, traviste su estilo, esa supuesta “coherencia” que lo distinguía.

¿Qué pensaríamos si, de pronto, Wilfredo Prieto se convirtiera en un dandy nocturno, en el modelo fetiche de Leandro Feal, en el mito de la azotea Roma? ¿Qué sucedería si Hamlet Lavastida, dejara de ser el oscuro y delirante Hamlet, para encajar en el perfil de, por ejemplo, Yornel Martínez? ¿Qué si Elvia Rosa Castro se viera como Virginia Alberdi, y adoptara el estilo oficial que remarca el periódico Granma, en vez de su descarga post-genérica en Facebook?

Lo que pongo es que la obra siempre comienza y acaba en lo somático, en esa apariencia engañosa, y a la vez real, que exportamos.

El punto no es qué somos, sino qué aparentamos ser. Suponer que algo es fingido es equivalente a negarnos.

El contexto, por mucho que pose de clásico será siempre Dadá.

Aunque la política describa una apertura, en el fondo nos seguimos encerrando.

Suponer que somos cosmopolitas, y al cabo ser más provincianos.

Sentir cómo se apagan las luces, detrás de nosotros, y recordar cómo se amanece en el trópico… (Pero esto ya lo escribí. ¿O fue Caín?

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