El viaje como práctica de vida traducible a una experiencia estética constituye uno de los motivos más explotados por los artistas cubanos desde los años noventa, momento en que la temática es relacionada con otros asuntos, entre ellos la insularidad, la diáspora y el desarraigo.
La heterotopía se asocia a la solvencia económica, o a la posibilidad de romper el círculo vicioso que presuponen el contexto vital y la dinámica cotidiana en pos de nuevas experiencias que, si en última instancia no presuponen un crecimiento monetario, abren nuestros horizontes de expectativas y nos enfrentan a otras realidades. Viajar y regresar para contar lo que se ha visto es una práctica recurrente en la historia del arte y la literatura occidentales. Los pintores románticos hicieron del peregrino un motivo recurrente (el magnífico óleo sobre lienzo El caminante sobre el mar de nubes, de Caspar David Friedrich, es uno de los ejemplos más sintomáticos), mientras que escritores de todas las épocas (desde Marco Polo a Gerald Durrell) han dado a conocer un sinnúmero de relatos de viaje generalmente basados en vivencias personales, lo cual ofrece al Otro (inmóvil, pero con espíritu aventurero) la posibilidad de reconstruir lo heterotópico desde una zona de confort, o en detrimento de sus posibilidades.
Resulta interesante la forma en que los artistas más jóvenes dentro del panorama plástico cubano actual abordan los aprendizajes o experiencias que derivan del viaje. Tal es el caso de Marlon Portales, estudiante del ISA que por estos días protagoniza Grand tour, muestra personal exhibida en la Galería Galiano. Con ella, y a partir de un recorrido efectuado por diferentes ciudades del mundo entre el verano de 2015 y el invierno de 2017, este núbil creador devela, mediante un considerable número de pinturas, el cúmulo de impresiones que los diferentes espacios visitados por él provocaron en su subjetividad. En este sentido, el concepto curatorial de la exposición queda bastante claro, hasta el punto de que los espectadores necesitan poquísima información para comprender la propuesta.
Ante todo, Grand tour llama la atención por la selección de formatos y la museografía. El tamaño de las piezas (igual para todas) las asemeja a las típicas instantáneas polaroid que suelen tomarse en recorridos o excursiones, o nos recuerdan esas postales turísticas, impresas al por mayor, que muestran edificios significativos, lugares de ensueño o ciudades de noche. Dichas imágenes constituyen un mapa gráfico-emotivo de la experiencia heterotópica, y usualmente son atesoradas en virtud de su valor sentimental. Algo similar ocurre con los lienzos de Marlon. Juntos, ellos reproducen el recorrido espacial y emotivo efectuado o experimentado por el artista, y dan fe de los sitios donde él ha estado y de lo que ha sentido o percibido en dichos espacios, cuya topografía se nos muestra velada, casi sugerida, por los vapores de la memoria y la emoción.
Por otro lado, el proceso de depuración técnica y limpieza del color desarrollado a lo largo de esta extensa serie introduce una segunda acepción en la idea del viaje, por cuanto el acto creativo puede ser interpretado como un proceso de búsqueda formal y conceptual que presupone un punto de partida, un conjunto de peripecias intermedias y una estación de llegada. Pintar es, en sí mismo, un acto heterópico, un tour creativo por los predios de la belleza, de las formas y del color, y eso Marlon parece comprenderlo muy bien.
La museografía es cuanto menos destacable, y está fundamentada en un orden cronológico y una disposición espacial que permite seguir los pasos de Marlon entre el Nuevo y el Viejo Continente. Llama la atención que la disposición interna de los cinco estadíos pictóricos incluidos en la muestra vaya del caos ex profeso al orden más estricto. Las piezas en New York, verano 2015, están mucho más desorganizadas que en New York, invierno 2017, donde han sido montadas a escuadra. Esto puede relacionarse con los procesos internos de la memoria, cuyos recuerdos van borrándose y desapareciendo a medida que pasa el tiempo, de forma tal que los más cercanos conservan mayor claridad y están mejor estructurados que los lejanos.
Así, lo museográfico, en estrecho vínculo con lo pictórico, explora la acepción del viaje como proceso de reconstrucción de acontecimientos fuertemente influenciados por lo subjetivo (reproducir lo heterotrópico es casi un absurdo, por cuanto solo podemos ofrecer una imagen parcial y subjetivizada de lo que vivimos a lo largo del trayecto, y esto ocurre incluso cuando recurrimos a la fotografía como procedimiento mnemotécnico, pues muchas veces el instante perpetuado no se corresponde con lo que recordamos haber vivido o experimentado en él), e introduce una visión cíclica del tiempo, que se tuerce sobre sí mismo para morderse la cola, si bien el paso de las estaciones implica un proceso de metamorfosis donde los algoritmos de la naturaleza se repiten siempre iguales, siempre diferentes, como mismo sucede con el artista, que es uno, pero se transforma.
Sin embargo, las piezas reunidas en Grand tour no representan un punto de giro en materia estilística. O sea: trabajos así ya se han hecho con anterioridad, y en múltiples ocasiones. Quizás constituyan una propuesta relativamente novedosa en el contexto plástico cubano más inmediato (idea propensa a ser analizada con mayor profundidad), pero han sido muchos los artistas que han producido series similares a partir de los presupuestos visuales del impresionismo (empleo de colores puros, pincelada gestáltica, pérdida de la identidad del objeto en función del instante de luz); manieras que, en esta ocasión, Marlon entremezcla con la documentación fotográfica como estrategia para recopilar la información visual que luego será reelaborada en el acto pictórico. Esto, en mi opinión, presupone un conflicto tanto ético como estético, por cuanto la tecnología digital ofrece hoy mil y una opciones para manipular la fotografía y asemejarla a una pintura. Luego, verter dicha foto ya transformada al lienzo constituye una mera formalidad.
Si vemos en Grand tour un revival de lo pictórico al interior de una producción plástica que viene demostrando un marcado interés por volver al caballete, el ejercicio fotográfico previo ejecutado por Marlon, así como la utilización de su resultado para ejecutar las obras (lo cual implica la pérdida consciente del plenairismo) termina demeritando la propuesta, pues entra en contradicción con la imagen aún vigente del artista moderno como un individuo capacitado para reflejar la realidad desde un estado mental considerablemente alejado de lo mimético, y que ejecuta su labor a partir de técnicas tradicionales directamente asociadas a lo manual, sin artilugios tecnológicos de por medio.
Por otro lado, si vemos en esta proliferación de pinturas un guiño irónico hacia el mercantilismo turístico inherente a lo heterópico, o el apabullante resultado de un afán casi incontenible por mostrar las prerrogativas de la heterotopía, entonces la muestra se abre a otros niveles de lectura donde la documentación fotográfica deja de ser una simple herramienta para adquirir matices simbólicos de mayor relevancia. Desgraciadamente, eso no queda claro en la concepción de la muestra, y pudiera constituir un camino a explorar por este joven estudiante que busca un camino expresivo desde lo pictográfico, y convierte sus experiencias vitales en la materia prima ideal para conjurar el paisaje.