In the Hause of the rising sun (I)

Sobre pintura, arte y otros conflictos

/ 9 noviembre, 2018

“Well, there is a house in New Orleans
They call the Rising Sun
And it’s been the ruin of many a poor boy
And God I know I’m one”

Durante más de cincuenta años se ha afirmado que la pintura no tiene nada nuevo que ofrecer. En las décadas de los sesenta y los setenta este, entre otros medios, fue violentado por mediación de prácticas artísticas en esencia transgresoras; situación que desdibujó algunos de sus límites técnicos y conceptuales. A la par, surgieron otros modos de hacer arte, con potencialidades expresivas asombrosas, centros de la atención de artistas y público en general. En dicho contexto los vaticinios de la muerte de la pintura no demoraron en emerger entre los discursos críticos más relevantes. Aun así, a pesar de la revolución creativa ocurrida en aquellos años y sus persistentes ecos en nuestra contemporaneidad, nunca se ha dejado de pintar.

El arte a nivel global tiene una tradición inquebrantable, pletórica de imágenes e imaginarios, técnicas, discursos, motivos y estrategias, casi al punto de la saturación. Ello ha provocado que en más de una ocasión importantes intelectuales -como, por ejemplo, los futuristas italianos- hayan planeado con tan sorprendente fuerza que todavía hoy día no podemos discernir si una pretensión era simbólica o real, incendios para los museos. Si una manifestación personifica todo el peso de esta tradición y encarna en su justa dimensión la idea de lo que un objeto artístico constituye, es la pintura. Reyes, dioses, bacanales, sufrimientos, la noche, la razón y sus demonios, las zancadillas de la imaginación al conocimiento, la ilusión de lo pintado, de lo visto y de lo pensado, entre otros tantos subtemas, han tenido su mejor concreción en el reino de lo pictórico. Por eso, insistir en la pintura en la actualidad y tener éxito significa haber retado al arte, terrible Dios contemporáneo, logrando así descubrir su verdadero nombre y esencia.

Una de las directrices que el pensamiento y la crítica contemporáneos han planteado para describir la fenomenología de este medio artístico es su liberación de toda norma, convencionalismo o limitante. Nos referimos a una pintura que trasciende sus especificidades y se implica en la trama de un sinfín de modelos narrativos en los cuales el centro de atención más significativo es el proceso de trabajo y la materialidad del objeto artístico propiamente dicho – en tanto apotegmas de la ambigüedad, la hibridación y la transdisciplinariedad. Así, pintura, escultura, happening, performance, vandalismo, grandilocuencia y caos, se implican en una argamasa de sentidos cuyo único centro es el gesto artístico. En estos casos es posible hablar de una pintura libre, aunque descentrada.

Otra de las ideas directrices comprende a la pintura como sistema autosuficiente, autónomo. Durante el siglo XX los pintores más representativos de Occidente, ávidos investigadores de las posibilidades y la historia de la pintura, sostuvieron, con obras, manifiestos y actitudes, fuertes sistemas de pensamiento. Ello condujo a la radicalización intelectual y artística respecto a lo pictórico, validando ideas como el carácter concreto de una superficie, volumen u objeto pintado, su autonomía narrativa o libertad interpretativa, y su innegable valor como proceso de trabajo y acto reflexivo. La pintura en su larga historia no ha estado exenta de enfoques profundamente cientificistas. Los ecos de este proceso repercutieron en enriquecimiento dispar, en un empobrecimiento y una redundancia inevitables, por muy contrariado que esto parezca. Recrear, reinventar, o reinterpretar, en la mayoría de los casos, no ha sido más que llover sobre lo mojado.

Solo unos pocos elegidos han logrado nuevas dotes. Solo unos pocos elegidos han entendido que la pintura es alquimia y embrujo, intelecto y pasión.

Una teoría se ha hecho predominante en los últimos tiempos: el término Post producción, acuñado por el teórico francés Nicolás Bourriaud, permite comprender el espíritu que mueve a la creatividad artística en la contemporaneidad, ajustándolo a la época en que vivimos. En este concepto el prefijo “post” no indica ninguna negación ni superación, sino que designa una zona de actividades, una actitud. “Las operaciones de las que se trata no consisten en producir imágenes de imágenes, lo cual sería una postura manierista, ni en lamentarse por el hecho de que todo “ya se habría hecho”, sino en inventar protocolos de uso para los modos de representación y las estructuras formales existentes –identificadas como un conjunto infinito, no solo de íconos, figuras, mitos y de tradiciones artísticas, sino de respuestas y constructos culturales. Se trata de apoderarse de todos los códigos de la cultura, de todas las formulaciones de la vida cotidiana, de todas las obras del patrimonio mundial y hacerlos funcionar. Aprender a servirse de las formas, a lo cual nos invitan los artistas contemporáneos, es ante todo saber apropiárselas y habitarlas.”

Esta brillante idea puede parecer un equivalente del monstruoso “todo vale”, pero en realidad resulta todo lo contrario. Es cierto que defiende como precepto una libertad creativa sin límites, pero establece un coto que, según creo, es fundamental para comprender y valorar todo el arte contemporáneo. Y me permito reiterar: aprender a servirse de las formas es ante todo saber apropiárselas y habitarlas.

La lógica de la Post producción incita a pensar en la cultura mundial como una caja de herramientas, un espacio narrativo siempre abierto, en vez de un relato unívoco o una limitada gama de productos. En lugar de posternarnos ante las obras del pasado, la actitud consecuente es servirnos de ellas, entender que las obras proponen escenarios y que el arte es una forma de uso del mundo, una negociación infinita de puntos de vista. Acorde con esto, y suscribo el criterio propuesto por el teórico francés, el arte se entiende como una actividad consistente en producir relaciones con el mundo, materializando de una forma u otra sus vínculos con el tiempo y el espacio.

En el caso cubano, que siempre resulta tan peculiar, nunca antes había sido tan fácil diferenciar el trigo entre la paja, al menos en el terreno de la pintura. Como ya he comentado, la lógica de la Postproducción dista mucho de la política del “todo vale” y el gusto por el refrito, el pastiche, la piratería y otras formas mediocres de gestión de las ideas, que imperan con demostrado empuje y desfachatez en la praxis artística contemporánea.

Ser artista en Cuba, al parecer es una gracia y una gratuidad. En cualquier otro lugar del mundo, significa muchas veces asumir un estigma. Alcanzar la gloria, la aceptación y el éxito comercial cuesta mucho sacrificio, y es directamente proporcional al ingenio y a la calidad del creador. En el imaginario popular cubano, por el contrario, un artista es un sujeto que viaja a menudo, que tiene buenas propiedades y, por si fuera poco, es celebrado como intelectual. Y este imaginario ha provocado que la realidad a menudo se distorsione y que muchos cubanos vivan del cuento a su antojo. Pero ya viene llegando la hora de que queden fuera todas las concesiones, y las cosas sean llamadas por su justo nombre.

Tanta mala pintura ha sido recientemente justificada, incluso, legitimada bajo la sombra taxonómica de un conceptualismo mal interpretado y deforme; en nombre de religiosidades tan superfluas como efectistas; en cuerpos ultra- teleológicos, supuestamente procesuales; en latosas y anticuadas narraciones; que casi pudiera decirse que una sombra ha cubierto todo índice de plasticidad en nuestra realidad cultural; que no somos capaces de gestos genuinos o que nos falta imaginación, sentido de la forma, sensibilidad e ingenio. Hemos permitido el predominio de la mediocridad afirmando, como núcleo de la actualización de nuestra identidad cultural, la idea de que somos una sociedad tardía de celebérrima infertilidad.

Si nos detenemos a observar la situación actual de la pintura, debiera de quedar clara bajo la siguiente clasificación: tenemos a los pintores de oficio, con obras sólidas bien orientadas, aunque conceptualmente humildes. Tenemos a artistas que utilizan la pintura como el único modo de expresión sustentable, incluso, como principio de vida. También algunos la emplean como medio alternativo, o complemento en proyectos con un perfil transdisciplinario. Más allá, están los presuntuosos, que no saben pintar, pensar o escuchar, que abusan de las mismas técnicas, de los mismos cuentos, y del mismo público. Ninguno de ellos aparentemente ha escuchado que, en Cuba, durante la década de los ochenta del siglo pasado, ocurrió una revolución total en el arte.

Hace unos meses atrás en la Galería Servando expusieron cuatro artistas que orgullosamente respiran a través de la pintura. Al contrario de lo que muchos piensan, Alejandro Campins, Michel Pérez Pollo, Niels Reyes y Orestes Hernández, en Positivo con Positivo, no pretendían celebrar el décimo aniversario de aquella explosiva exhibición organizada por el reconocido curador Píter Ortega, que los diera a conocer en este mismo espacio. Positivo con Positivo elogia no el paso del tiempo, sino el hecho de que este finalmente haya pasado; y con ello, la madurez creativa alcanzada hasta hoy, diez años de radicalización personal y artística.

En esa ocasión, en la Galería Servando se mostraron relajados, sino fortalecidos. Cada uno de ellos sabe bien lo que quiere hacer con su obra, dominan a cabalidad los recursos empleados, y tienen una estatura intelectual y técnica que les permite cualquier aventura. Quizás uno de los signos de esa muestra haya sido el atrevimiento, y el otro, la coherencia.

Quedó fuera la imponencia de los grandes formatos, porque no es ese el único y más valioso recurso plástico que saben utilizar. Fuera el show. Fuera la brillantina. Han pasado ya diez años y eso nos queda claro a todos. No impugno nada, son otros los tiempos, los criterios y, sobre todo, también ellos han cambiado.

La crítica sobre la exposición destacó la ausencia de los grandes formatos como un elemento en contra de la calidad de la exposición. A ello respondo: si los lienzos más grandes están en el extranjero es porque solo allá alguien los va a comprar. Así, tangencialmente, esta exposición puso sobre el tapete algunos conflictos y circunstancias directamente relacionadas con la creación artística; definiciones, al final, de lo que hoy día somos y de nuestro funcionamiento en diferentes niveles de comprensión, arrojando matices que despreciamos todo el tiempo porque pensamos que son ajenos a lo artístico. El arte es fruto de su tiempo y en su naturaleza inciden un sinfín de procesos, campos de saber y problemáticas. Y cuando un objeto artístico es un producto auténtico, sobre su cuerpo todo lo real consigue reflejarse.

Además, lo monumental no necesita de escalas o tamaños. Es energía pura, sensación, fuerza, es ingeniosidad y sobrecogimiento. ¿Acaso no es más atrevido y coherente, por ejemplo, que Pollo presente fotografías de esos objetos que tanto espacio ocupan en su vida y obra, o que Campins presente unas miniaturas, o que Niels juegue consigo mismo entre capas y barridos, o que Orestes nos entrampe con tan virginal red? No son payasadas estas actitudes. Son planteamientos de principios éticos y estéticos, y muestran, en cada caso, una auto-comprensión extraordinaria, una autosuficiencia intelectual y una soberanía expresiva, sencillamente, honorables. No soy complaciente, aclaro, soy consecuente. Mi deber no es construir ficciones sobre el arte en Cuba, sino estar atento al espíritu de mi tiempo -que, a diario, con mis modestos esfuerzos, produzco y consumo- así como interpretar sus expresiones artísticas.

Luis Enrique Padrón Pérez

Luis Enrique Padrón Pérez

(Matanzas, 1992). Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de La Habana (2016). Premio Nacional de Crítica Guy Pérez Cisneros 2017. Subdirector Comercial de Galería Villa Manuela. Curador Asistente de Detrás del Muro

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