El lector, atento al curso temático de estos apuntes, se preguntará con toda razón: ¿Si el tópico del compromiso se ha extraviado con esta generación –o tal vez un poco antes–, entonces, qué le reprocha la crítica a los artistas visuales? Está claro que el compromiso, tal y como se pensó a inicios del proceso revolucionario, ya no tiene ni tendrá lugar en las generaciones más recientes. En principio, una crisis de valores fundamentos atenta contra la reedificación de ese credo ideológico. Luego, esta generación ha tenido a su favor la inusitada oportunidad de la apertura, la experiencia del intercambio y la confrontación directa de los focos artísticos más influyentes, del viaje y el retorno, por decirlo de manera simple, suficiente para poder contrastar su contexto de origen, con la realidad que domina a nivel internacional.
Por otro lado, podría decirse que los críticos que han tildado a esta generación de autista y descomprometida, no son, en modo alguno, los críticos de esta generación. Ese discurso recriminatorio emerge en la voz de una franja crítica constituida por otros principios, partícipe de otras inquietudes y otros derroteros estéticos. Franja esta que ha atestiguado el cambio de época, pero se ha aferrado a vivir en el pasado, sin pretensiones de acoplarse a la mentalidad de los tiempos que corren. No insinúo con esto que le falta razón a esos colegas, que ese veredicto ya universalizado no es más que una falacia bien construida. Sin embargo, me parece sospechoso que ese diagnóstico, al hacerse valer, prescinda (o acaso ignore de plano) de la razón que dispone los intereses inmediatos de tantos artistas. El mercado, sin lugar a dudas, es esa razón.
Una prueba sencilla, nos daría la noción de hasta qué punto nuestra crítica se desentiende de esa verdad. Preguntémonos, detenidamente, cuántos textos aparecen en nuestras publicaciones oficiales hablando, con un rigor mínimo, sobre mercado de arte. ¿Alguien tiene una idea alrededor de esto? ¿Tal vez una cifra? La duda, sin temor a equívocos, tributa a la nulidad. Nuestra crítica se torna virgen, enmudecida, cuando de ese tema se trata. Entonces, ¿qué sentido tiene seguir girando en torno a un mismo reproche desfasado, cuando la realidad nos impone hablar sin prejuicios sobre un fenómeno inminente como el mercado? ¿Podemos dialogar con propiedad sobre esta generación y el arte que produce, omitiendo su proyección comercial en ferias y otros eventos de corte promocional? ¿Acaso no nos urge ya armar un sustancioso correlato entre calidad estética y éxito comercial? ¿Se puede independizar el rigor conceptual de, por ejemplo, Wilfredo Prieto, de la escandalosa suma pagada en ARCOmadrid por su Vaso de agua…? Al menos, en la lógica del arte contemporáneo, no parece algo coherente, funcional. Los artistas, los grandes tótems de la posmodernidad, son lo que son de acuerdo con su siempre controvertida mitificación en el ruedo mercantil. Ni el viejo y romántico Lawrence Weiner, ni el kamikaze Francis Alÿs, ni el político Ai Wei Wei, han podido escapar a ese via crucis.
Por otra parte, la ausencia del mercado en nuestro discurso crítico ha originado un terrible desconocimiento, una incultura que se revierte a la postre en una absurda inflación de valores. Lo mismo entre los creadores en ascenso, como entre los ya establecidos, las cifras se evaporan formando una nube negra, un chisme –tan impreciso como cualquier chisme– que engorda o desinfla la expectativa del gremio. Todos parecen disfrutar ese secretismo, el hábito de conjeturar a propósito de tal o más cual artista, de cuánto y a cómo logró vender. Sin embargo, a nadie parece importarle el “a quién”. Los detalles sobre el comprador se vuelven todavía más difusos, más veleidosos, en los predios del rumor.
Si el arte cubano, a fin de cuentas, ha entrado de golpe por la puerta ancha del mercado, ya no podemos permitirnos ciertos criterios que estigmatizan y convierten en tabú la lógica comercial del arte. Los críticos, debemos tomar parte en la actividad de esta época; tenemos que reactualizar nuestro background teórico, mezclar la lectura pesada con los artículos que reportan el último grito dorado en Sotheby´s, Christies y Phillips. Se impone saltar (o mejor, combinar) de Boris Groys a Don Thompson.
La crítica tiene que abandonar de una vez ese convento teorizante, tiene que transgredir ciertos dogmas que le imponen una conducta, no decir esto o aquello. El discurso crítico debería emular la pegada de ciertos reguetones, imposibles de obviar aun cuando el oído se resiste a su pedantería innombrable.