A principio de 2012, Carlos Quintana exponía en las salas del Museo Nacional de Bellas Artes en Cuba, un conjunto de piezas que llamaron la atención por su vínculo con la cosmología asiática en simultaneidad con nuestros cultos sincréticos. Títulos como Awó orumila sequito y meditando, ofrecían una singular interpretación de la mitología afrocubana, al propio tiempo vinculada con la práctica budista china. Otros lienzos, también de modo sutil, elíptico y muy sugestivo, mostraban la síntesis conceptual entre mundos tan diversos y sensibilidades tan semejantes, apelando incluso al comentario jocoso dentro del propio lienzo.
Del 27 de abril al 30 de mayo del presente año se anuncia otra exposición del artista, esta vez en el National Arts Club de New York, adonde acude con una selección de obras en las que los huesos, las calaveras, las ngangas paleras y los monjes budistas amenizan los temas escogidos, sin abandonar esa ironía socarrona que siempre acompaña su pintura.
Sus lienzos, de gran formato, parecen enormes registros cabalísticos en los que autor y espectador se podrían confabular para exorcizar todo tipo de diabluras. Los fondos, a veces neutros, a veces de colores sobresaturados, sirven de contraste al ejercicio del dibujo libre, apoyando los contornos y las formas, que no por figurativos lucen menos surreales. Al uso expresionista del color hay que añadir las pinceladas de relleno, tan caóticas como vigorosas, impulsadas por un furor pictórico que no mengua con el paso de los años.
Lo que más me impacta de sus telas es el vigor pasional que se desprende de ellas, revelando la caprichosa gestualidad que nutre su propia urdimbre. La obra de Quintana no permite la apreciación callada, reflexiva y académica, por el contrario, su pintura es subversiva, bouleversante, incitadora; porque el artista sabe cómo desmontar la ortodoxia de los mitos que alude, cargándolos de un potencial interpretativo del que participaría lo mismo un palero que un derviche, un chamán que un filósofo taoísta, un barbero que un masón.
Hay perversidad en los rostros de sus monjes tibetanos cuyas manos, más allá de juntarse en gesto votivo, se retuercen para ocultar el pecado saboreado que pugna por desbordarse de sus hábitos iridiscentes. En los personajes que posan resignados entre una calavera y un gallo, se descubre un contraste malévolo en relación con aquel que, dentro de la misma escena, junto a un grupo de figuras cabeza abajo, y con la misma desfachatez de El colgado del Tarot, saluda al público anunciándole inimaginables presagios. En otros lienzos, otros sujetos miran hacia el espectador a veces conminándolo a participar del aquelarre, a veces intimidándolo, recriminando su pasiva contemplación o burlándose de su perplejidad.
Uno de los tantos rasgos peculiares que conforman la poética creativa de Carlos Quintana, reside en la postura de muchos de sus personajes: En actitud sedente, levitan sobre la nada, invocan una demora, una espera en suspensión, algo que se retrasa sin llegar a producir cansancio, sino la insólita serenidad de la paciencia china.
Hay, por otro lado, un conflicto que atraviesa toda su obra y que descansa en la dicotomía entre el ser y el no ser, de ahí que haya privilegiado la representación de la cabeza humana y de cráneos, variando las posibilidades expresivas de su perfil. Nadie diría que se trata de una invocación directa a Obatalá, o a cualesquiera otras deidades del panteón yoruba. Más bien lo afrocubano está digerido y devuelto en una proyección de lo cotidiano universal, un tanto lejos de la fábula. Esa calavera que reposa inocente en una mesita, tiene más de Hamlet que de Olofi, y el gallo blanco frente al grupo familiar está más cerca de los Guajiros de Abela que del bembé.
A un creador cuya formación ha dependido más del autodidactismo que de la escolástica, es difícil hallarle influencias y coincidencias; pero, artista al fin, habrá en él huellas de su tiempo o de sus predecesores. Como dice Proust, hay trozos de Turner en la obra de Poussin, y una frase de Flaubert en Montesquieu. Sin embargo, una vez en contacto con las piezas de Carlos Quintana, será difícil olvidar o confundir su tema y su estilo, su aura, sus matices, sus fantasmas: la burlona persistencia de sus trocadas cabezas en la memoria.