Si se pudiera hablar de fidelidades en el universo de la creación, de fe, constancia, tenacidad y devoción, habría que pensar en el pintor Antonio Vidal (La Habana 1928—2013), uno de los fundadores del mítico grupo Los Once allá por el año 1953, y el último de sus sobrevivientes hasta hace solo unos meses.
Huidizo como el que más, introvertido, tímido, espetó en una entrevista que su máxima aspiración era convertirse en un hombre invisible. Evadía, es cierto, todo acontecer público para ocultarse en las sombras de su habitación, y desde allí expresarse a su antojo –apasionado y libre como esos seres que creen profundamente en lo que hacen sin que nadie se los diga– hasta que obtuvo, algo sorprendido quizás y para satisfacción de muchos, el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1999. Desde entonces su vida cambió y lo vimos más atento a los sobresaltos de la vida social y cultural de su ciudad, más curioso ante la parafernalia del mundo que observaba en la televisión o leía en los periódicos.
Conocido esencialmente por su obra pictórica sobre lienzo, Vidal exploró desde finales de los años cincuenta y en la década del sesenta otros soportes y materiales: papel de lija, yute, cartón corrugado, masonite, mezclilla… De manera excepcional utilizó el gres cerámico para la realización de murales en edificios públicos, como en la famosa tienda por departamentos La Época (La Habana), en momentos que grandes artistas cubanos fueron llamados a intervenir paredes de hoteles, edificios administrativos, restaurantes, cafeterías, oficinas. (…) Vidal no sólo realizó murales, también diseñó vidrieras y carteles para los grandes almacenes de la Sears e Inclán en La Habana, además de trabajar en publicidad para una empresa norteamericana, lo cual le convirtió, de hecho, en un insólito creador apto para las artes ambientales. De hecho, hoy podríamos considerarlo un artista “multidisciplinario”, si sumamos a todo lo anterior sus incursiones en el grabado y la historieta.