Emprender la búsqueda de invariantes estéticas o lugares comunes en un quehacer como el de Alejandro Campins nos puede guiar a un callejón sin salida. No existe en su trabajo un punto cero, el famoso núcleo duro que desbrozar entre la hojarasca de pinceladas, texturas y personajes caprichosos como los suyos. Su pintura es demasiado espontánea para detectar patrones, síntomas por demás de un ejercicio de cálculo y premeditación que nada tiene que ver con su práctica habitual. Para Campins la obra, como el momento creativo, emerge de lo circunstancial, de lo imprevisto. Será la temperatura del instante de gestación la que determine la morfología y el espíritu definitivo de cada pieza.
(…) Es la suya una vocación creativa de naturaleza onírica, donde las historias se articulan a partir de vivencias propias y colectivas, intuidas y figuradas.
Podríamos afirmar que este tipo de proceso, que opera superposiciones, confluencias dispares y entreteje correspondencias entre los universos personales y el de las visualidades exportadas por los medios masivos de difusión, es deudor de la tesis barthesiana que apunta la sepultura del autor bajo el peso de las múltiples citas constitutivas, eventualmente, de una obra de arte. (…)